jueves, 18 de octubre de 2012

Las Hadas

Historia de Hadas


–Dios es dual –dijo la anciana con un hilo de voz.
–¡No es así! –el fraile casi vociferaba mientras se ponía de pie de un salto-. Dios no tiene representación, no tiene forma física.
–Sin embargo cada vez que veo una imagen de Dios, es un hombre de barbas largas, un hombre. Incluso uno piensa en él y no en ella cuando lee los textos sagrados.
La anciana no parecía haber reparado en la cólera de su invitado y continuó sirviendo aguamiel en los jarros. El fraile no había visto la sonrisa que afloraba sutil en las ajadas comisuras de la anciana.
“–Y está muy bien –se apresuró a continuar mientras sacaba del horno una hogaza enorme, que despedía un perfume embriagador.- Así debe ser. Cuando las religiones son dirigidas por los hombres es más fácil hablar con la parte masculina de Dios. No sería lógico de otra forma.
El fraile no parecía disgustado del todo con la afirmación. No podía imaginar sus largas charlas en soledad con una bellísima diosa susurrándole al oído. Además el pan olía tan bien y el jarro de aguamiel era tan generoso que podía escucharla durante un tiempo más sin discutir.
-–Hace mucho tiempo, cuando los hombres no habían roto la religión en miles de pedazos inconexos, antes incluso que pisara el mundo con sus pies de barro, Dios decidió crear el Universo, la luz, las luminarias del cielo, la Tierra y todo lo que hay en ella. –la anciana fue hasta la ventana y tomó la bandeja dónde se enfriaba un jamón cocido y lo llevó a la mesa, para luego sentarse y darle al fraile una cuchilla para que lo trozara-. Pero se encontró con un problema: no podía crear la luz sin que en algún sitio se formara la oscuridad, no podía generar los océanos sin que se formaran los desiertos, no habría silencio si no había sonidos, no podía hacer a los animales machos sin que surgieran las hembras. Comprendiendo que en toda su creación debía existir la dualidad, los polos, los opuestos; él mismo debía ser la exaltación suprema de la dualidad, para comprender, asistir y bendecir aquella nueva experiencia. Y así Dios fue masculino y femenino, el día y la noche, la fuerza positiva y negativa, el Cosmos y la Naturaleza, Madre y Padre.
El hombre de fe saboreaba el festín agradecido pero no perdía palabra de lo dicho por la anciana. Dentro de él reconocía cierta lógica.
“–La fuerza masculina del Cosmos, de los Astros, del Sol, creó a los animales y las plantas. Y finalmente al Hombre y lo puso en custodia de los Ángeles, uno por cada hombre, para que lo aconsejaran y guiarán en su camino al Cielo. La fuerza femenina de la Naturaleza, de la Tierra, bendijo a la mujer para que se multiplicara. Pero su instinto protector la hizo pensar en los animales y las plantas, desprovistos de protectores y a merced de los caprichos del hombre. Acarició a su lado masculino y descendió para besar a cada creación menor y por cada beso nació un ser etérico, un guardián de cada vida inferior, un preservador de las creaciones menores.
–O sea que Dios-mujer es un dios menor –puntualizó el fraile y enjuagó su boca con un trago de aguamiel.
–¿Acaso viviría el Hombre sin animales ni plantas? ¿Acaso puede vivir sobre la roca sin agua ni aire? La creación femenina puede ser sutil, casi imperceptible, pero es imprescindible. La energía de la Naturaleza no necesita brillos rimbombantes ni rituales ni ofrendas, está allí abierta como una madre para acunar al fruto masculino. Puede ser silenciosa y pasar inadvertida pero nada sería sin ella.
El fraile meditó largamente las palabras de la anciana.
–No me convence. La historia es muy poética pero no es más que un cuento de hadas.
–Así es –dijo la anciana y en su espalda aparecieron alas de mariposa que se extendieron mientras la mujer se encogía flotando en el aire. La casa desapareció, al igual que el fuego y todas las delicias de la mesa.
El fraile, sentado en el piso observó el circulo de hongos que lo rodeaba y tuvo el impulso de saltar fuera de él y alejarse, pero sonrió y se quedó quieto contemplándolo. En su paladar todavía sentía el sabor de la cena, la más exquisita que jamás probaría y supo que el resto de su vida añoraría aquellos manjares. 
Contempló los árboles, las plantas y los animales del bosque bañados por la luna llena y creyó detectar en ellos un brillo que los rodeaba, y junto a cada uno un destello, como una luciérnaga, que le sonreían.

Por Leo Batic


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